jueves, 1 de diciembre de 2011

ISRAEL, TE LLEVO EN MI CORAZÓN




Por Miguel Boó

La educación lo es todo. Hace unos meses un catedrático de Arte y una licenciada en Historia –ambos docentes- me dejaron perplejo. El primero sostenía en sus clases la existencia de Palestina como algo vagamente contemporáneo de los imperios asirio y persa. La segunda, una mujer profundamente católica, discurseaba en una tertulia de café –sospecho que en sus clases no privará a sus alumnos de su equivocado magisterio- convencida de que Jesucristo, la virgen María y los apóstoles eran palestinos y, por tanto, ancestros de los actuales herederos del egipcio Yasser Arafat. Naturalmente, no sirvió de nada decirle al primero que por favor me pusiera al corriente de cuales habían sido los emperadores, reyes o dirigentes de esa Palestina que él había descubierto y cuyo conocimiento se nos había vedado al resto de los mortales. Le interrogué, sin éxito, sobre cuáles fueron sus profetas, sus dioses –puesto que religiones monoteístas sólo existía la judía-, sus ciudades. Le pedí que me dijera en que época o épocas de la historia existió como pueblo o como cultura. Le inquirí acerca de qué capital o capitales había tenido su imaginaria Palestina, qué idioma hablaban sus habitantes, qué guerras y conquistas había protagonizado y, finalmente, qué contribuciones al arte antiguo había que reconocerles. Tampoco hizo efecto en la segunda profesora mi observación de que Jesús, su madre y sus discípulos no eran palestinos ni cristianos, sino judíos mondos y lirondos, que toda su vida hablaron hebreo y arameo, que fueron a la sinagoga, y que observaron todos los ritos y festividades de la religión de Moisés. No importó siquiera sacar a colación que los palestinos actuales se reputan de musulmanes y que el Islam apareciera –no con Ismael, como ella pretendía- siglos después del cristianismo y, por tanto, miles de años después del judaísmo. De igual modo, no le convenció que en La Biblia –el libro sagrado de su propia religión- no aparezca citada Palestina ni una sola vez, puesto que prefería fiarse de unos mapas “de la época” que aparecen en las versiones católicas, sin admitir que la época que refiere esa cartografía es posterior a Jesucristo en casi 80 años.

Y entonces me ratifiqué, una vez más, en que no es que nos hayan estado engañando en los últimos 60 años acerca de las causas y consecuencias del nacimiento del Estado de Israel, es que se han puesto a la tarea de reescribir la historia de, y desde, hace siglos. Y si para ello, los promotores de este fraude histórico, cuentan con tontos útiles como los que acabo de describir, entonces es que la educación de la juventud está irremediablemente contaminada y poco se puede hacer para aplicar un antídoto que contrarreste los efectos de esta plaga. Por eso digo que la educación lo es todo. Y por eso quienes quieren que sus ideas se impongan en la sociedad de forma nada traumática, utilizan la educación, se cuelan en las aulas, copan las asignaturas que luego forjarán el pensamiento de la gente y, más aún, preparan y adiestran a los formadores y a los formadores de los formadores. Por eso es tan difícil encontrar a quien, además de explicar las cosas desde la ideología del pensamiento único que nos invade, sea capaz de exponer de modo imparcial las premisas opuestas. Y por eso, los alumnos, carentes del espíritu crítico que no les han querido transmitir sus preceptores, acaban aborregándose.

Suelo decir a mis contertulios que si yo hubiera leído, escuchado y visto los mismos mensajes que ellos han recibido por medios escritos y audiovisuales, seguramente tendría el mismo criterio que ellos –o uno muy aproximado- sobre, por ejemplo, el conflicto de Oriente Próximo. De igual manera que si hubiese nacido en Camboya no experimentaría arcadas –como sin duda me ocurriría si lo intentara- para ingerir gusanos cucarachas o ratas. Y, viceversa. Si ellos –les digo- hubieran leído periódicos de 1948 comprobarían que entonces nadie sabía quienes eran los palestinos, salvo si con ello había que referirse a los antiguos propietarios del Bank of Palestine, el The Palestiniam Post, la Compañía de Frutas de Palestina o la Universidad de Palestina, entidades todas ellas creadas y regentadas por judíos que habitaban en la Tierra de Israel, renombrada como Palestina por los romanos en el siglo I d. C. Si ellos se hubieran molestado en contrastar la información unidireccional que recibieron de la guerra en Gaza, de la insultantemente llamada flotilla de la libertad o de cómo se crearon falsos mártires tal que el icono Al Durrah aquél padre acurrucado junto a su hijo tras un parapeto –en medio de un fuego cruzado, en el que balas palestinas y no judías, acabaron presuntamente con la vida del niño-, habrían llegado a conclusiones bien distintas, como son las mías. En fin, si se hubieran molestado tan solo un poco, sabrían que no es cierto que hubo una vez unos malvados judíos que llegaron a un estado llamado Palestina y les robaron las tierras a sus habitantes.

Por eso debo decir que para mi Israel es una realidad que permanece levitando en un espacio y en una dimensión a la que no se tiene acceso si no pones algo de tu parte, y si te crees todo lo que te dicen. Porque Israel es el país que mayores odio despierta entre mis vecinos. Y siento que debo hacer algo para convencerles de que lo suyo es un sentimiento irracional. Debo intervenir porque me siento deudor moral de un país épico –de Masada no nos olvidaremos-, nacido de un pueblo que tantos y tan buenos regalos ha hecho a la humanidad. Los judíos nos trajeron la libertad porque vencieron a la esclavitud; nos trajeron el futuro frente a unas sociedades inmersas en un círculo vicioso que excluía el progreso; nos regalaron el valor de la vida y nos legaron la ética.

Por supuesto que los israelíes y los judíos tienen muchos defectos y, por descontado, que no han sabido contrarrestar la propaganda que contra ellos se ha instalado en Europa. Naturalmente que no siempre tienen razón. La cagan como todos. Y aún así, Israel es, para mí, el único país del mundo que puede evitar una nueva Shoah; uno de los pocos, tal vez el único, en el que el ejército es el pueblo y el pueblo le ha dado esa supremacía moral que lo hace admirable; la nación que habla cien idiomas, que mezcla la música klezmer con el lamento del shofar, que valora la vida de uno de los suyos en mil de la de los otros. Ya lo dije a mi vuelta del primer viaje de AGAI: Israel es, para mí, el país que ama la vida. Y aunque solo fuera por eso –que no–, y porque, además, debo de tener algo de judío, lo llevo en mi corazón.